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En una caminata en el bosque encontré un árbol asombroso, de apariencia casi humana, con la mitad del cuerpo en el otro lado del mundo y en la piel tatuados nombres del amor. Lo visité en varias ocasiones para sentarme a su lado, comencé a leer los nombres y pensé mucho en el amor y la palabra, imaginé sus historias, el anhelo de contar esa emoción en algo más grande, más trascendente que ellos, la pareja es, en origen, ternura (del lat. tenerum: suavidad, cariño que se tiene). Algunos otros nombres estaban tachados o incompletos, otros parecían cicatrices profundas y difíciles de sanar, recordé que eso también es el amor, la posesión, el control descontrolado; luego pensé en todas las mujeres asesinadas y con el corazón hecho un nudo me pregunté, ¿así también se llama el amor?, vaya palabra profunda que habríamos de descifrar. Un día dejé una ofrenda de flores, tiempo después alguien dejó una nota con un beso; por esos días encontré un libro hermoso que como aquel árbol, pedía ser visto con un prisma, decía: ≪Mira mi escrito desde el prisma del amor, para que de cien dolores de amor confíes en uno≫1. Desde entonces en aquel árbol aparecen, proyectados a luz del prisma, nuevos y más altos nombres: comprensión, compasión, respeto…
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≪Dios es un narrador de historias≫, le dijo J.R.R. Tolkien a C.S. Lewis. Este es el dios que creó la tierra y el cielo en apenas siete palabras, de las cuales la primera fue, en hebreo: b’reishit, [el] principio. Solo necesitó comenzar para crear al mundo, con su voluntad dio nombre a todo lo que tiene y carece de existencia, como un narrador que decide qué poner dentro y qué fuera, y como suelen hacer los grandes narradores, dejó oculto entre las palabras un apotegma mágico, una verdad que solo emerge entretejida en las palabras y en donde revela su razón suficiente, la causa sui que renueva las eras, este mensaje quedaría plasmado aún cuando en el paso del tiempo se perdiera el sentido de las palabras con las cosas, y llegáramos a tal punto que no hubiera palabra que pudiera ir más a la verdad de nada esencial, una era en que la confusión reinase en el mundo. Aquella sentencia primordial podría conjurarse entonces para restablecer la armonía y encontrar en la palabra misma, la materia de la que estamos constituidos, pues cuando nacemos somos proyectados al mundo desde los millones de historias de las generaciones, somos argamasa creadora como la del creador, conciencia creativa que se desdobla de sí misma con un propósito de sublimación, el homínido que piensa que piensa (el homo sapiens sapiens), que es a la vez Patris, Filii, et Spiritus; es decir, el hijo de la palabra (el logos o la representación) que es a la vez conciencia elevada con la que también él nombra al mundo. Y así ese ser renacido en su conciencia dejará de llamar más Amor o Dios a lo que no es Amor ni Dios. Son muchos los que han intentado descifrar tal enigma de la palabra, los sufis danzan al cosmos recitando los noventa y nueve nombres de Allah hasta disolverse en él; los monjes budistas en Japón repiten incansables el mantra ≪Namu Myōhō Renge Kyō≫ para invocar a la paz; en India, los brahmanes aprendieron a recitar de generación en generación palabras en sánscrito tan antiguo que ya nadie recuerda su significado, solo se escucha la fuerza que provocan sus sonidos; en muchos lugares los amantes graban las iniciales de sus nombres en un árbol como invocación al amor, a esa palabra mágica que les dé eternidad. Queremos amar pero como no sabemos hacerlo, terminamos queridos por el amor, que es la naturaleza y su voluntad actuando a través de nosotros con un mensaje químico tan potente e indescifrable a la razón que terminamos sucumbiendo a él, y así la palabra amor bajo la lupa de las hormonas pronto es contacto de cuerpos y friccionar de nervios, es procrear y preservar la especie, y luego cuidado y sujeción, deseo y sumisión, control y renuncia, poder y violencia, pasión, sufrimiento y destrucción. Por eso en el nombrar se encuentra la clave secreta, porque al usar nuestra fuerza creadora nos hacemos conscientes y por tanto libres para inventamos nuevos caminos en la vida, podemos decir, por ejemplo, que amor es comunidad, aquello sin lo que no podemos existir como grupo, y así quitarle el foco que le damos a la pareja, o a la familia y expandirlo a lo que es parte de la común unidad, que incluye a demás seres vivos y el planeta entero que nos abraza; que amor es elegir a cada instante dulzura sobre amargura, es recuerdo de la unidad primordial, la unión metafísica de las almas, amor es el mensaje oculto de Dios en cada cosa.
Dejé una pequeña ofrenda, a los pocos días aparecieron otras…
📍 Cerro del Cristobalito, San Cristóbal de las Casas, Chiapas
1. Farid ud-Din Attar, El lenguaje de los pájaros