Cuenta Margo Glantz en su selección de crónicas Viajes en México que el primer camino de la antigua Tenochtitlán al pueblo de Toluca se andaba en 4 días; que en 1526 Hernán Cortés luego de la rendición de Michoacán mandó abrir un Camino Real para la circulación de carretas entre ambas ciudades mismo que debía ser mantenido y vigilado mediante pago por derechos de uso, abriéndose así el primer camino de cuota en el país.[1]
En 1791, un ingeniero militar de apellido Mascaró, fue encargado del proyecto de ampliación a camino de ruedas que reduciría el trayecto a 2 días. El ingeniero Mascaró fue encomendado por el Virrey de la Nueva España a explorar las cuencas de los ríos que circundan la ciudad y así se trazó la ruta que pasaría por Tacubaya, Santa Fe y Cuajimalpa hasta Salazar y Lerma.[2]
El naturalista y explorador Alexander Von Humboldt fue uno de los primeros personajes en transitar la ruta en septiembre de 1803, describiendola como “una hermosa calzada que separa el valle de Toluca del de México”[3]. Con el nuevo camino carretero, el tiempo de viaje se redujo para los pasajeros en coche y jinetes, a uno solo. Otro de los viajeros que recorrieron el camino a finales del siglo XVIII fue el inglés William Bullock a quien le pareció que nada superaba la belleza del camino a Toluca, consideró sus bosques los más grandes de México con muchas flores bellas y desconocidas, el paraíso de un botánico[4]. El recorrido duraba una jornada que iniciaba a las 7 de la mañana y concluía al atardecer, no exento de peligros diversos y atascos frecuentes.
Los viajeros que llegaban a la ciudad de México provenientes de los distintos parajes de Tierradentro transitaron por el camino diseñado por el ingeniero Mascaró hasta 1882, en que se inauguró el Ferrocarril que cubría el recorrido en tan sólo tres horas. Alexander Naime, escritor e investigador toluqueño narra la historia de la llegada del primer ferrocarril a la ciudad: “Juárez había utilizado a la lotería, llamada ya Nacional, para financiar la construcción del primer ferrocarril México-Toluca. Allí comenzó todo”. “Era una mañana fresca del 5 de mayo de 1882, la ciudad se despertaba expectante, […] no sólo porque era el vigésimo aniversario de la batalla de Puebla, sino también porque ese día llegaba el primer tren que comunicaría a Toluca con la capital del país”. “Aquel primer recorrido constaba de 73 kilómetros y los aburridos toluqueños habían realizado toda una fiesta en torno al acontecimiento”.[5]
Así, en busca de un instinto de exploración me plantee recrear este antiguo camino a pie desde un sentido histórico hasta otro simbólico. En nuestros días se construye una nueva vía de tren que reducirá el tiempo del trayecto a 40 minutos. El tiempo y el progreso pueden ser hechos subjetivos, un transporte y su velocidad, no son más que una forma de mirar, de asimilar el mundo. Decidí andar el mismo trayecto que aquel primer tren para observar el paisaje a 3 km/h e integrar esa experiencia en un proyecto: caminar a Toluca para hacer una foto del Cosmovitral como pretexto para reflexionar sobre el camino y añadir todo el valor y esfuerzo del camino a esa foto.
El proyecto
Un viaje de 87 km a pié recrea el tiempo en distintas direcciones. En un sentido histórico, recreé el viaje en tren que se hacía a principios de siglo de la Estación Buenavista en la Ciudad de México a la terminal de Toluca; y al andar abrí pequeñas ventanas imaginarias para visualizar lo que un pasajero podía mirar en otros tiempos interpuestos con la vista actual. Desde una locomotora a vapor un pasajero a través de la ventana miraba pronto la ciudad alejarse y enseguida dar paso al campo abierto allá donde comenzaba el pueblo de Tacuba. En un instante la ciudad evolucionó, la revolución de inicios de siglo construyó diversos edificios que transformaron el paisaje, pueblos nuevos aparecieron donde antes había solo prados y templos erigidos a dioses olvidados, un poco más adelante la industria apareció, nada cesa de transformarse desde esta imaginaria ventana en movimiento, distribuidores viales, tráfico, casas y más casas hasta donde alcanza la vista, barrancas antes trazadas por ríos cristalinos, son en un instante un hervidero de pobreza relegada al olvido, numerosos puentes que cruzan el zigzaguear del Río Hondo, que ahora transporta sólo desechos.
El tren por fin sobrepasa la mancha urbana actual, queda en el camino sólo el rugir de la locomotora que atraviesa los cerros desde sus laderas. El viaje desde esa ventana entonces adquiere un sentido distinto, se torna interior, el tránsito poco a poco nos pone en un estado de flujo que permite al pensamiento profundo abrirse paso a nuestra conciencia, abre una ventana al inconsciente. El rugir del tren es ahora la cadencia rítmica de mis pasos sobre la grava entre los durmientes, un largo camino por andar, me dijeron que encontraría peligros, que nadie camina por ahí, una ruta abandonada en la que no pasa un tren hace más de 30 años, regreso a mi, me detengo, escucho fascinado el silencio, continúo.
La caminata también tuvo un sentido simbólico: un viaje desde el centro de una ciudad interior, a una realidad exterior, salir de mí, para mirar al mundo desde fuera. Cuando se habita sólo en el interior, el mundo es una realidad aparte, separada de nosotros, y en esa división puede aparecer el miedo; al otro, a lo diferente, a lo desconocido. Hacer ese viaje desde dentro fue reconocer esos miedos y transitarlos, unirse con esa realidad exterior hasta hacerla uno. La transformación interior a través de la reflexión y el contacto que otorga el viaje con realidades más simples, más profundas, como el viaje de los ancestros, moviéndose a pie por el mundo, el contacto con la vida más allá de las ciudades.
Luego de dos días y medio de caminata, la llegada se sintió como terminar un maratón inmenso por primera vez, aunque cansado, tuve la sensación de que podía continuar caminando mucho más. Lo posible de repente se expandió.
Abrir ventanas imaginarias a otro tiempo: El recorrido en imágenes
La trampa del miedo
Tras 5 años de tener este proyecto en mente, por fin me atreví a hacerlo, la tarde que se me ocurrió me puse a mirar la ruta en el visor de calles Street view de Google, no podía mirar todo el trayecto, pero sí darme una pista de lo que encontraría, y lo que vi me aterró: pobreza, marginación y abandono en buena parte de la ruta. Las vías abandonadas de un tren pueden ser un lugar hostil, un lugar por el que uno sabe que no tiene que ir. El miedo habita en lo más profundo de nuestro ser, es un reflejo de apego a uno y de distancia con el otro; es atrofia del sentido de unidad, aquel que nos hace ver como parte del otro, del todo. Es una ceguera escondida de nuestra razón, no podemos evitar un miedo diciendo que no lo tendremos más, ¡tenemos que salir!, de nuestra mente, de nuestro confort, de los escudos que crea la razón para protegernos del exterior.
Estamos tan cubiertos de escudos que olvidamos cómo se siente vivir sin ellos, y necesitamos experiencias cada vez más fuertes, más ajenas, para sentirnos vivos. La verdad es que no hace falta mucho para sentir la vida, un acto tan simple como salir a caminar, hablar con un desconocido y mantener una actitud de reconocimiento de los escudos que nos hemos creado fue suficiente para conectarme con la gente que encontré, les enseñaba una foto antigua y de inmediato contaban algo: —Mi abuela decía que por aquí pasaba la locomotora a vapor— luego daban recomendaciones de por dónde ir, el sentido de comunidad es un escudo contra el miedo.
No quiere decir que el peligro no sea real, es tan real como los demonios que habitan por todas partes. Pero esos demonios a veces también habitan en uno, reconocerlos es mirar la vida como una totalidad, al decir: esto es bello, inventamos la fealdad; al decir esto es bueno, creamos la maldad. El mundo está siempre en equilibrio, al mirarlo así, el temor cesa, nada que nos pueda suceder, cambiará eso. La vida es un territorio salvaje, debemos ser audaces sin llegar a lo temerario, vencer sin combatir, dar respuestas sin hablar, atraer sin llamar, conectar sin temer.
87 km a pié, 3 días de camino.
La ventana de la atención
Caminar es una gran herramienta para desarrollar la atención, nos pone en un estado meditativo de vacío del que paso a paso abreva claridad. La atención es la ventana a través de la que la mente se asoma al mundo. Nos ayuda a concentrar en lo que queremos. Mirar lo fino, el conjunto de tonos y matices de la vida. La atención es una ventana que se abre en cualquier dirección donde la ponemos, es un espacio que abrimos en el espacio de lo real.
Poner atención es elegir un asiento en el tren de la vida, es escoger cómo pasará el mundo frente a nosotros. Es la manera en que aprendimos a mirarlo todo. Algunos transitan esta vía como una bala que cruza la existencia, dormidos frente a esa ventana, sin detenerse a mirar casi nada, todo se convierte en incesante búsqueda de futuro hasta la muerte. La atención es una herramienta para situarnos, y una vez que sabemos dónde estamos, quién somos, cómo somos, cómo se siente la vida, podemos comenzar a vivirla, a transformarla.
A cada paso abro un camino,
el camino del que se busca,
el camino sin camino,
el que está por hacerse,
el camino desde dentro.
A cada paso camino sobre mis propios pasos,
profundo en la naturaleza más esencial,
porque caminar revela algo íntimo de nuestra naturaleza,
un vacío en la mente que abre un espacio,
un trance que disuelve nuestras fronteras.
La ventana desde la que vemos al mundo es un visor que nos hemos hecho a la medida, que define qué y cómo se mira todo lo que por ahí pasa. La atención crea al mundo al convertirlo en el propio, el que se vive y se siente. Atención es elegir qué tan vivos queremos sentirnos, qué tan conectados con lo que nos rodea, y darnos cuenta de qué tanto nos agrada o no eso que nos rodea, qué tan pobladas están nuestras vidas del tipo de seres que queremos cerca de nosotros. Vivir en atención es detenernos y bajar del tren en cualquier estación, mirar a la velocidad y en el tempo en el que mejor comprendemos el mundo, elegir la nitidez y claridad de la imagen que creamos del mundo. Bajarse de un tren del que no sabemos porqué o cómo estamos ahí, y comenzar a elegir un camino.
Prestar atención no sólo permite saber lo qué hacemos mientras lo hacemos, también permite visualizar los pensamientos. Enfocarnos en los positivos, en lo que se quiere, en lo que nos construye; también enfocarnos en los negativos, en comprenderlos, en aceptarlos, nos permite mover nuestra conciencia de que se podría ser, o lo que se fue, a lo que se es.
El pensamiento donde no hay atención se convierte en ruido, ¿escuchamos acaso ese ruido?, ¿podemos acallarlo? Al posar nuestra plena atención en algo que se hace, no hay nada que pensar, ni positivo, ni negativo. La atención corta y abre la realidad con un filo de silencio. Nos pone en contacto, aunque sea momentáneo, con el instante mismo de la creación, con la materia de la que todo está hecho, la forma en la que todo se conecta, la atención total convierte al observador en lo observado.
Creamos así nuestra realidad con lo que integramos de una larga y profunda memoria de lo que somos.
La atención es el mecanismo de enfoque de un micro-macroscopio que se ajusta cambiando la distancia entre lo que somos y lo que es. Un movimiento fino de enfoque de un lente que, ajustado con precisión, permite mirar por igual la composición de la estrella lejana en el cosmos, que la luz profunda en el alma. En fotografía se aísla con silencio, abrir o cerrar un diafragma permite hacer foco en un solo plano de realidad. Enfocar es crear desenfoque en todo lo demás.
En mi caso, bajarme del tren en cualquier estación, se convirtió en una forma de vida, un acto de escapismo de la zona de confort, de abrirse al infinito de posibilidades que podemos crear con la elección de nuestro camino. De buscar el gozo en la vida en lugar de esperar a que llegue. De manera simbólica, bajarme del tren consistió en detenerme y comenzar a caminar lento, muy lento, hasta conectar con otro tiempo…
El resultado: hacer de una foto, un acto de sentido
Una fotografía es un acto de complejidad, una serie de variables aplicadas con una técnica para capturar una representación de la realidad que al final muestra más que la suma de sus partes. 50 imágenes individuales se unen para formar una esfera de 360 grados, la energía de apenas un puñado de átomos tomados de una fina capa de tiempo. Decía Cartier-Bresson que hacer una foto es poner la cabeza, el ojo y el corazón sobre un mismo eje, y en esa alineación podemos incluir innumerables elementos. Así nació la idea de no sólo ir y tomar una foto; llenar una foto de sentido es llenarla de todo cuanto le agregue valor, el tiempo y el esfuerzo requerido para tomarla, el trabajo de revelado, su composición posterior, todo agrega valor, a veces invisible en la pieza final. Por eso el hacer del camino a tomarla, un acto simbólico, un elemento explícito que se integra a la foto como discurso. Otro elemento se agrega después, una serie de capas de dibujo de línea que cuentan una historia a partir de las líneas mismas de la foto. Tarea de alta imaginación, dejar que las formas hablen por sí mismas, escuchar a la simetría como un eco de otras complejidades, dejar que la arquitectura del universo se revele en destellos y visiones: En la imagen final un mago saca la cabeza y los brazos a este plano de dimensión y la cruza indetectable, su sombrero cuenta una profecía, carga en su aureola el cosmos, entrega al mundo, sus cantos, sus flores.
[1] GLANTZ, Margo (comp.). Viajes en México. Crónicas extranjeras, México: Fondo de Cultura Económica, 1986.
[2] SOBERÓN, Arturo. Ramo caminos y calzadas, México: Archivo General de la Nación, (Serie catálogos), 1980.
[3] HUMBOLDT, Alejandro de. Ensayo Político sobre el Reino de la Nueva España. pp. 110 y 464, México: Porrúa, (Sepan Cuantos, 39), 1978.
[4] GLANTZ, Margo (comp.). Viajes en México. Crónicas extranjeras, pp. 152-153, México: Fondo de Cultura Económica, 1986.
[5] NAIME, Alexander. Desarrollo Económico del Estado de México. Apuntes Sobre Políticas Públicas.